En las afueras de una gran ciudad de la lejana Arabia, vivía el aguador Alí Baba en una modesta choza, junto a su esposa Zoraida. Cada mañana cargaba las tinajas vacías sobre su muía y recorría los seis kilómetros que le separaban del oasis cercano, para llenar las tinajas y vender el agua a los viajeros del desierto. Con las monedas que ganaba podía malvivir, aunque de forma muy precaria.
Una tarde, al regresar a casa, Alí Baba vio a un grupo de jinetes que cruzaban las dunas velozmente. Parecían hombres muy fieros, iban bien armados y sus rostros no presagiaban nada bueno. Alí Baba, más por curiosidad que por otra cosa, decidió seguir el rastro que dejaban los cascos de los caballos sobre la arena, para averiguar el destino de aquellos personajes que, según todas las trazas, parecían bandidos.
Unos kilómetros más allá, el buen aguador fue testigo de algo que le dejó asombrado: la comitiva se había detenido frente a una montaña, en cuya falda norte se alzaba una gran losa. Escondido tras unas palmeras, Alí Baba vio cómo el jefe del grupo —eran cuarenta jinetes—, descabalgaba frente a la losa y gritaba unas extrañas palabras: —¡Ábrete Sésamo!
Al instante, la losa se movió, permitiendo el paso de los bandidos hacia el interior de lo que debía ser una cueva. Los hombres permanecieron un buen rato en aquel lugar y cuando salieron, el mismo que había pronunciado aquellas palabras dijo esta vez: —¡Ciérrate Sésamo! Y la losa volvió a su lugar, cubriendo la entrada. Hecho esto, los cuarenta jinetes partieron al galope, dejando tras de sí una espesa nube de arena. Alí Baba, cuando estuvo seguro de que se hallaba solo, se acercó cautelosamente a la losa y deseoso de probar aquel prodigio, exclamó con cierta timidez: —¡Ábrete Sésamo!
¡Era verdad! ¡La losa se apartó al conjuro de aquellas palabras! Alí Baba entró en la cueva y cuando vio lo que le rodeaba, casi se desmaya por la impresión: decenas de cofres repletos de joyas, monedas de oro, collares, diademas, brazaletes, cálices y muchísimas piedras preciosas, se acumulaban en aquel refugio natural.
—¡Ahora sí que estoy seguro de que esos hombres eran ladrones! —se dijo el aguador. Y sin poder resistirse a marchar con las manos vacías, llenó las alforjas de su muía con todos los tesoros que pudo cargar y tras salir de la cueva gritó: —¡Ciérrate Sésamo!
Su mujer le recibió con la alegría que es lógico imaginar. Esas riquezas podían resolverles la vida durante mucho tiempo. Sin embargo, procuraron que nadie supiese que disponían de tanto oro, para no levantar sospechas sobre su procedencia. Quien sí supo todo lo que había pasado fue Yusuff, el hermano de Alí Baba. Cuando éste le relató las maravillas que se reunían en aquella cueva, Yusuff —que era un hombre muy ambicioso—, planeó la manera de quedarse con todo. Y a pesar de que Alí Baba le recomendó prudencia, el ofuscado Yusuff dispuso una recua de seis muías, con las que se dirigió a la montaña del tesoro.
Tampoco Yusuff encontró ninguna dificultad para entrar en la cueva. Los ojos del codicioso personaje no sabían hacia dónde mirar, alucinados por tanta belleza. Así que empezó a cargar las muías hasta el máximo que las alforjas le permitían, pero como aún quedaba gran parte del tesoro por habilitar, fue cambiando los objetos por otros que le parecían más costosos, hasta que… —¡Maldito intruso! ¡Pagarás con tu vida! —gritó una voz a su espalda. Eran los ladrones, que habían llegado de improviso y pillado in fraganti a Yusuff. El pobre, no tuvo muchas oportunidades de escapar. Los bandidos acabaron con él en un santiamén, dejando el cadáver y las muías dentro de la cueva, puesto que tenían prisa para robar una caravana que pasaba no lejos de allí.
Alí Baba intuyó lo que le podía haber pasado a su hermano, al ver que no regresaba. Por lo que, al día siguiente, se encaminó hacia la cueva y frente a la losa, gritó: —¡Ábrete Sésamo! En efecto, el cuerpo del desventurado Yusuff yacía sobre una montaña de monedas de oro. Llorando por su hermano, Alí Baba lo enterró junto a unas palmeras y como tampoco era lógico echar a perder la fortuna que cargaban las muías en sus alforjas, se las llevó consigo. Con tanto dinero, pudo comprarse una casa y ayudar a su familia, ya que todos eran personas modestas.
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