Por fin, cuando dijo el nombre del más pequeño, le respondió una vocecita: —Mamá, mamaíta, estoy aquí; dentro de la caja del reloj. Loca de contento, mamá cabra abrió la caja del reloj. —El lobo se ha llevado a todos mis hermanos —le explicó el cabritillo—, mientras iba diciendo que se comería a uno cada día de la semana. Prefiero no describiros cómo lloró la desdichada madre, abrazada al menor de sus hijitos. Pero no tardó en sobreponerse y, muy decidida, telefoneó a la comisaría del bosque.
Poco después, el zorro, que era el comisario del bosque, detenía su coche frente a la casa de mamá cabra, haciendo sonar todavía la sirena. Sin pérdida de tiempo, entró en la casa, seguido por el perro sabueso, su ayudante. Empezaba mamá cabra a explicarle al comisario lo que había sucedido, cuando el ayudante de éste exclamó, mientras observaba el suelo con una lupa: —¡Jefe! He descubierto huellas en el umbral de la puerta. —¡Eres una calamidad! —se enfadó el comisario—. ¡Son nuestras propias huellas!
Mamá cabra y el menor de sus hijitos subieron al coche del comisario. —¡Si nos damos prisa, aún llegaremos a tiempo para evitar que el lobo se coma a uno solo de los cabritillos! —exclamó el comisario. Y aunque evitó usar la sirena, para no alertar al lobo, condujo a toda velocidad, saltándose los semáforos en rojo.
El comisario y su ayudante bajaron del coche y se acercaron con muchas precauciones a la casa del lobo. —¡Ay! —gritó el comisario, de pronto. Su ayudante, que caminaba detrás de él inspeccionando el suelo con la lupa, le había pisado la cola. Cuando llegaron junto a la ventana de la casa del lobo, vieron que éste dormía y que ¡los cabritillos estaban sanos y salvos!
Poco después, los cabritillos salieron por la ventana y abrazaron a su madre y a su hermano menor. Aquella algarabía acabó por despertar al lobo, que intentó huir. Pero el ayudante del comisario, que estaba apostado en la puerta, le puso la zancadilla y el lobo dio con sus huesos en el suelo. Luego fue llevado a la comisaría, donde pasaría una buena temporada. Los cabritillos le prometieron a su madre que nunca más le abrirían la puerta a nadie, cuando se quedaran solos en casa. Habían tenido una buena prueba de que con astucia podían ser engañados. ¡Pero también el lobo había recibido su merecido!