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El ruiseñor del emperador 2

13 febrero, 2014

el-ruiseor-del-emperadorLa solitaria canción del ruiseñor mecánico se hizo popular. Toda la corte llegó a sabérsela de memoria y en las fiestas palaciegas la entonaban a coro, destacando por encima de todos la voz grave del emperador, llevando la batuta de la improvisada orquesta.

Casi un año más tarde, una desafortunada mañana el emperador acudió a su cita diaria con el ruiseñor articulado y al intentar darle cuerda, el ingenio se le quedó roto en las manos. Angustiado por aquella desgracia, el emperador hizo venir a todos los mecánicos del país, a fin de que reparasen su máquina maravillosa. Pero nadie lograba dar nueva vida al ruiseñor. El relojero real, muy experto en maquinarias y resortes, acabó confesando al emperador: —Es mejor no manipularlo más, Majestad. Está tan destrozado que, a lo sumo, lo único que conseguiremos es destruirlo definitivamente.

En ese momento, el emperador se acordó de su querido ruiseñor del jardín, a quien nunca debió haber olvidado. Corrió en su busca, pero el animalito había huido tiempo atrás, en vista de que nadie se ocupaba de él. —¡Es el justo castigo a mi estupidez! —dijo el emperador—. ¡Quise comparar la belleza con el trabajo artificial del hombre y ahora me veré condenado a pasar el resto de mis días sin esa música que tanto enternecía a mi espíritu! Ese mismo día partieron más de doscientos servidores a recorrer el jardín, en busca del ruiseñor. Quien le encontrase debería rogarle que volviera a palacio, ya que a partir de entonces sería tratado con todos los honores.

Pero nadie dio con el ruiseñor. Y al mismo tiempo, el emperador enfermó gravemente. Era su enfermedad una mezcla de profunda melancolía y desánimo por seguir viviendo. De vez en cuando, lograba reunir las mínimas fuerzas necesarias para asomarse a la ventana de su alcoba, esperando ver aparecer de un momento a otro al ruiseñor. No podía siquiera comer, puesto que los trinos de aquel pajarito eran para él mucho más importantes que cualquier otra cosa. Los médicos desesperaron de poder salvarle.

La población lloraba y rezaba y en palacio reinaba el más profundo silencio. Una noche, el emperador recibió la visita de una persona singular. Era la Muerte. Tomó asiento la triste señora junto el emperador y éste no pudo sino emitir un gemido de miedo y tristeza. —¿Ya vienes a por mí? —preguntó a la dama de la guadaña. —He sabido que ha llegado tu hora —respondió la Muerte—. Apenas unas horas más y haremos el último camino en compañía.

En ese instante, algo maravilloso sucedió: en el alféizar de la ventana, trinando como nunca lo hubiese hecho antes, se dibujó la silueta del ruiseñor. Había regresado, al saber que su emperador estaba tan enfermo. —¿Será posible lo que oigo? —el emperador sintió que aquellas notas entraban en su piel, como el mejor bálsamo imaginable. Era la vida que retornaba a sus venas. —Nunca olvidaré que una vez lloraste al escucharme —dijo el ruiseñor—. He venido a devolverte aquel presente, a pesar de que prefirieras el canto del pajarito mecánico al mío y que me tuvieses prisionero tantos días. Te perdono de todo corazón. —¡Lo siento, lo siento! —repetía el emperador, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Pero canta, te lo ruego! ¡Canta! Y a medida que el ruiseñor desgranaba su canción, la Muerte fue desapareciendo, en vista de que allí ya no tenía nada que hacer. Cuando el emperador pudo levantarse de su lecho, muy recuperado, acarició la cabeza del ruiseñor, dándole las gracias por haberle salvado.

Qué piensas hacer ahora? —preguntó—. ¿Vas a abandonarme otra vez, privándome así de tu voz…? —Volveré siempre que lo desees —respondió el pajarito—. Pero vendré y me iré en libertad, como siempre he vivido, como deben vivir todos los seres que habitan la Tierra. Cantaré para ti y me bastará con saber que mi canto te hace feliz. Y moviendo las alas graciosamente, alzó el vuelo, despidiéndose del emperador. —¡Hasta muy pronto! —dijo. Rebosante de alegría, el emperador llamó a sus criados y les pidió una suculenta cena, ya que su largo período de postración le había dejado hambriento. Todos le miraron, sin creer todavía en aquel prodigio. Pero la sorpresa se tornó pronto en regocijo y en aquel palacio nunca más volvió a planear la sombra de la tristeza.

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