Todos hemos visto muchas veces al viejo Conciliasueños, aunque no nos acordemos. Es un anciano menudo y simpático, vestido con un jubón y una larga bufanda que rodea su cuello. En su pelo canoso lleva una graciosa gorrita y en sus manos un paraguas casi tan alto como él. El viejo Conciliasueños llega de improviso cada noche y esparce las semillas del sueño sobre los párpados de los niños, quienes no tardan en caer dormidos. Entonces, Conciliasueños les cuenta cuentos. Aunque no siempre sucede así; únicamente los niños que han sido buenos pueden soñar, ya que el viejo despliega su gran paraguas sobre la cama y las visiones maravillosas comienzan. A los niños que no se han portado bien el viejo les deja la mente en blanco y despiertan sin haber soñado nada de nada.
Yalmar era un niño de siete años que una noche también recibió la visita de Conciliasueños. El viejo saltó sobre los pies de la cama y tendiendo su paraguas sobre él, le dijo: —No temas; he sabido que te has portado bien, y por eso voy a regalarte un bonito sueño para cada día de la semana. ¿Qué te gustaría para empezar, hoy que estamos a lunes…? ¡Espera, espera! —añadió, viendo que Yalmar vacilaba—. ¡Déjame sorprenderte!
Y al instante, toda la habitación se convirtió env un precioso jardín, lleno de árboles cargados de sabrosos frutos y de flores que inundaban el aire con sus fragancias.
Sin embargo, entre todos aquellos prodigiosos saltó la nota discordante de unos gemidos que procedían del cajón de la mesa donde Yalmar guardaba los libros de la escuela. —¡Alguien se queja! —dijo Conciliasueños, abriendo aquel cajón. Y entonces saltó fuera la pequeña pizarra de Yalmar, tratando de borrar una suma que llevaba escrita sobre su superficie y que estaba equivocada. La tiza intentaba colaborar, saltando por ver de alcanzar la pizarra sin conseguirlo.
A los ayes de la pizarra se unieron los de la libreta de Yalmar, donde una hilera de letras que el niño había copiado se retorcían por haber sido mal escritas. —¡Esto tiene que arreglarse! —dijo Conciliasueños con energía. Y ordenó a las letras que formasen e hiciesen instrucción para que recuperasen su gallardía. Cuando Yalmar despertó por la mañana, fue en busca de su cuaderno, pero las letras seguían muy torcidas. La noche del martes, Yalmar ya esperaba a Conciliasueños y éste no tardó en llegar. Para esta ocasión, el viejo ordenó a todos los muebles de la estancia que cobrasen vida y así sucedió. La silla hablaba con el reloj y la mesa con el armario, contándose sus experiencias en aquella casa.
Pero aquello no fue todo; el viejo tendió una mano a Yalmar y le dijo: —¡Ven conmigo! Dieron los dos un gran salto y llegaron hasta la tela de un cuadro que colgaba de la pared, donde se representaba un paisaje campestre maravilloso.
Pasearon por este paraje, se hundieron hasta el cuello, entre las flores del prado, se deslizaron sobre una barca, por las tranquilas aguas del estanque y al pisar de nuevo la orilla, Yalmar recibió la última sorpresa de aquella noche: su nodriza, la que le había cuidado de pequeñín y a quien él tanto había querido, apareció ante sus ojos.
—Pero… me dijeron que te habías ido al Cielo… —dijo Yalmar. —Así es, mi querido Yalmar, pero en el mundo de los sueños, siempre estaré viva para ti… Se besaron y abrazaron y Yalmar pensaba que nunca había sido tan feliz en su vida. Y entonces abrió los ojos, descubriendo que ya era de día. El miércoles por la noche llovía torrencialmente. Conciliasueños abrió la ventana de la habitación y el agua llegaba casi hasta el alféizar. —¡Hoy viajaremos a tierras lejanas! —dijo el viejo, cogiendo de la mano a Yalmar. Y ambos se subieron a un pequeño velero que se adentró hacia la tormenta.
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