Lágrimas amargas resbalaron por la carita de la vendedora de cerillas. Hace tiempo, ella también había tenido unos padres tan buenos como aquéllos; no fueron nunca tan ricos como los de la visión, pero celebraban la Nochebuena todos juntos. Luego, ellos se fueron y en su casa ya no hubo más alegría, más calor, más cantos. El chisporroteo final de la cerilla aumentó la tristeza de la niña. A medida que la noche avanzaba, también se hacía más crudo e intenso el frío que envolvía la ciudad. Casi sin poder mover su cuerpo, la cerillerita vio cómo sus fósforos se le escurrían del delantal hacia el suelo. ¡Ya no le quedaban nada más que esas cerillas! ¡Ellas eran toda su esperanza!
A duras penas pudo encender otra, pero el esfuerzo valió la pena. Por un momento, allá a lo lejos, sobre el oscuro mosaico del cielo nocturno, apareció una figura que la niña conocía muy bien. —¡Abuela! ¡Es la abuelita! —exclamó. En efecto, era su abuela, la persona que más la quiso en este mundo, quien descendía de las nubes, aproximándose a la niña. Llegaba con el semblante feliz y una aureola dorada rodeaba su cabeza. Tan absorta estaba la pequeña, que no se dio cuenta de que la cerilla se apagaba. Frenéticamente, cogió el resto de cerillas y las encendió una a una, hasta formar una pequeña antorcha.
—¡Abuela, no te vayas! —gemía la niña—. ¡Ven a verme, abuelita! Entre el fulgor de las llamas, la abuela respondió a la llamada de su nieta. —No te preocupes, mi pequeña. Ya estoy contigo. —Abuela…, pareces muy feliz… Yo me quedé muy triste, cuando tú nos dejaste. Abuelita…, estoy sola… La abuela sonreía, suspendida sobre la cabeza de la niña. A ésta, ya no le importaba ni el frío ni el hambre. Trataba de incorporarse, pero su cuerpo ya no le respondía. —Ahora vivo en un lugar donde nunca hay oscuridad, ni es necesario vender cerillas, ni tiene cabida el temor… —dijo la anciana—. En ese lugar vivimos tus padres, vivo yo, vivimos todos los que dejamos este mundo. Nunca nos falta de nada; es un lugar maravilloso. La niña se estremeció.
—¿Y yo…? ¿Podría ir yo también a ese lugar? —preguntó, sintiendo que se le cerraban los ojitos llenos de lágrimas—. ¡Déjame ir contigo, abuelita! ¡Déjame acompañarte, por favor! —¡Nada más fácil! —dijo la anciana—. Basta con que tiendas tus manos hacia mí… pero date prisa; debes hacerlo antes de que se apague la lumbre de tus fósforos. —Sí… ya voy abuelita… ya voy… Y la pequeña vendedora de cerillas realizó un último esfuerzo para tender sus brazos en dirección a su abuela. Después… después desapareció el frío como por ensalmo. La niña sintió que ascendía, volaba, se unía a la figura de su abuela, subiendo hacia las nubes. Poco a poco, las casas de la ciudad se hacían más y más pequeñas. En algún lejano campanario, sonaron las doce campanadas. Ya era Navidad.
Cuando despuntó el sol sobre las calles, una pareja de transeúntes descubrió el cuerpo de la pequeña vendedora de cerillas en el portal, doblada sobre sí misma, con las manos y la cara bañadas en un tono violáceo, muerta. —¡Pobrecita! —dijo el hombre—. ¡Ha muerto de frío! —¡Mira —dijo la mujer—, está rodeada de cerillas quemadas! Por lo visto, quiso calentarse con sus llamitas… —Lo más curioso es esa sonrisa con que se fue… —advirtió el hombre. ¡Cómo no iba a sonreír la pobre niña! Estaba viviendo junto a los suyos, sin padecer ninguno de los sufrimientos que la castigaron mientras estuvo en la Tierra. Estaba gozando de las cosas buenas y bellas que sólo alcanzan los puros de espíritu y los que viven ignorados por todos. ¡Era la mejor Navidad de su vida!